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JAMES LOVELOCK , Gaia y el fin del sistema.

Ha sido uno de los científicos más polémicos y originales de la segunda mitad del siglo XX y aún ahora sigue haciendo de las suyas, pero James Lovelock posee un aspecto de abuelito amable y divertido, ese abuelo que todos los niños del mundo quisieran tener. Ríe con sonoras y abundantes carcajadas, practica un sentido del humor de cuya agudeza no se salva ni él mismo y, con su rostro risueño nimbado de abundantes pelos blancos, da toda la impresión de ser un hombre en paz consigo mismo y capaz de disfrutar cada uno de los instantes de su vida. Tiene 86 años, pero no los representa. Desde luego no es un anciano, sino un ser que parece estar fuera del tiempo, un personaje salido de algún cuento, un gnomo de los bosques, enjuto, pequeñito, vibrante de energía.





"Hay que recurrir a la energía nuclear. En países muy urbanos es absurdo intentar sacar la energía de los molinos de viento" "Nos veremos reducidos a sólo 500 millones de humanos viviendo en el Ártico. Y tendremos que empezar de nuevo"

Como los gnomos, vive en mitad del campo, en el suroeste de Inglaterra, en una pequeña granja rodeada de 14 hectáreas de tierra. En el exterior, el mundo bucólico, y en el interior, una atmósfera de incesante trabajo: dos salas llenas de ordenadores, de papeles, de libros y cachivaches. Allí, ayudado por Sandy, su segunda mujer, una treintena de años más joven que él e igual de acogedora, Lovelock prosigue con su actividad científica. Hace 40 años, este hombre ideó la teoría de Gaia, según la cual nuestro planeta sería un todo capaz de autorregularse. Nunca dijo que Gaia, la Tierra, fuera un ser pensante, ni que tuviera conciencia ni propósito, pero, pese a ello, sus ideas fueron perseguidas y ridiculizadas ferozmente por los científicos durante mucho tiempo, hasta que, a partir de los años noventa, empezaron a ser aceptadas de manera mayoritaria.


Este viejo científico inglés que es un poco gnomo y quizá un poco niño adora construir sus instrumentos con sus propias manos (habla de eso como si fuera un juego), y es además un prolífico inventor. Hace también 40 años creó el detector de captura de electrones (ECD), una máquina pequeña y barata que revolucionó el mundo. El ECD es tan sensible que, si derramamos una botella de perfume en Japón sobre una manta, a las dos semanas el detector podría percibir partículas de ese perfume en el aire de Londres. Con ese invento sencillo y milagroso, los ecologistas descubrieron residuos de pesticidas en todo el planeta. Y fue el propio Lovelock quien, usando su máquina, advirtió en mediciones sobre el océano la existencia de los CFC, los famosos clorofluorocarbonatos que están alterando de manera radical el equilibrio atmosférico. Todo esto dio lugar al Protocolo de Montreal y a cuanto ha venido después en el tema de la política medioambiental. Se puede decir que Lovelock cambió el mundo, y desde luego fue el padre de la ecología moderna, aunque, en general, él no se lleva demasiado bien con los verdes: considera que la mayoría de los ecologistas “no sólo desconocen la ciencia, sino que además la odian”.


Ahora, este abuelo vitalista y alegre regresa convertido en un mensajero de la oscuridad. Su último libro, The revenge of Gaia (La venganza de Gaia), recién publicado en el Reino Unido, viene a decirnos que estamos inevitablemente abocados a una catástrofe natural casi inmediata. Desde luego, resulta difícil creer que el mundo tal y como lo conocemos se haya acabado para dentro de 60 u 80 años. Pero, a fin de cuentas, también nos resulta difícil creer en nuestra propia muerte.





Su último libro ha sido un verdadero bombazo, y muy polémico. Usted presenta en él un futuro muy negro para la humanidad.
Me temo que sí, es una historia muy triste, aunque no totalmente desesperada. Va a ser un golpe muy grande para los humanos, pero habrá supervivientes y tendremos la oportunidad de empezar de nuevo. Porque en esta ocasión lo hemos hecho fatal. En cierto modo me siento mal por ser el portador de unas noticias tan terribles, pero por otro lado miras alrededor y ves que las cosas empeoran y empeoran por momento en el mundo, y alguien tiene que intentar detener ese desastre.


Dice usted que para 2050 se habrán deshelado los polos y que Londres, entre muchos otros lugares de la Tierra, estará sepultado bajo las aguas.
En efecto, los polos se habrán deshelado totalmente, y puede que antes de esa fecha. En cuanto a las inundaciones, no estoy seguro de si ocurrirán tan pronto. Lo que provocará las inundaciones masivas será el deshielo de los glaciares, y puede que eso tarde un poco más.


Pero en cualquier caso sería lo suficientemente pronto, antes de que se acabe este siglo.
Oh, sí, eso desde luego. Definitivamente, antes de que se acabe este siglo, Londres estará inundado. Y todas las zonas costeras. Imagínese Bangladesh, por ejemplo; el país entero desaparecerá bajo las aguas. Y sus 140 millones de habitantes intentarán desplazarse a otros países… Donde no serán bien recibidos. En todo el mundo habrá muchas guerras y mucha sangre.


Mire, lo que más me inquieta de sus predicciones es que usted nunca ha sido un hombre apocalíptico.
Nunca, nada. Siempre he sido justamente todo lo contrario.


Que usted salga ahora con un libro tan pesimista debe de haber supuesto un choque en la comunidad científica.
Bueno, tengo bastantes amigos en el campo de la ciencia, y especialmente dentro de los científicos del clima, que manejan los mismos datos que estoy manejando yo. Lo que pasa es que, al estar empleados, no pueden hablar claramente de estas teorías, porque si lo hicieran perderían sus trabajos. Pero han hablado conmigo y me han dicho que en cierto sentido, yo soy su portavoz. Están muy preocupados. Y su actitud respecto al libro que acabo de publicar es que, en todo caso, se queda corto. La situación es verdaderamente muy mala.


Tan mala que usted sostiene que hay que recurrir a la energía nuclear, porque no hay tiempo para descubrir otra energía alternativa lo suficientemente eficiente.
Así es. No es que yo esté en contra de otras energías alternativas, sobre todo en algunas zonas como, por ejemplo, los países desérticos, en donde resulta de lo más razonable usar la energía eólica para desalinizar el agua. Pero en países muy urbanos y densamente habitados, como Inglaterra o Alemania, es absurdo intentar sacar la energía de los molinos de viento.


Su apoyo actual a la energía nuclear le ha puesto otra vez en el ojo del huracán. Seguir siendo así de polémico con 86 años tiene su mérito y su gracia.
Bueno, supongo que sí, en tanto en cuanto consigas evitar los misiles que te disparan desde todas partes.


Además de científico es usted inventor y ha creado unas sesenta patentes.
Pues sí, pero no poseo ninguna de ellas. La gente no suele saber que, si quieres patentar algo, todo el proceso legal hasta llegar a la patente te cuesta 100.000 libras (140.000 euros), y a ver cuánta gente tiene dinero para poder permitírselo. Porque, además, sólo un invento de cada cinco termina siendo rentable. Por otra parte, no soy un hombre de negocios y nunca quise serlo, así es que lo que hice fue buscar alguna empresa buena, amable y honrada, como Hewlett-Packard, por ejemplo; es una de las compañías con las que trabajo. Y entonces llegas a un acuerdo muy simple según el cual les cedes tus inventos dentro de un campo determinado, y a cambio ellos te pagan un dinero. Hewlett-Packard me ha pagado 32.000 dólares al año, y me basta.


Pero podría haberse hecho usted multimillonario con alguno de sus hallazgos… Sobre todo con el ECD. Y, de hecho, usted patentó ese invento. Pero luego se lo robaron.
Lo que sucedió es que yo fui a la universidad norteamericana de Yale a trabajar durante unos meses en el departamento de medicina. Ya llevaba el ECD en la cabeza desde mucho antes, pero lo construí allí. Los de Yale dijeron: “Bueno, vamos a patentarlo; un tercio para Yale, otro para una agencia de patentes y otro tercio para ti”. “Bueno”, dije, “acepto”. No soy avaricioso y no me importaba compartir la patente. Pero en cuanto registramos el ECD recibí una carta muy ruda del Gobierno americano diciendo que ellos se quedaban con la patente. Me quedé atónito, pero entonces recibí una carta mucho más amable del decano de medicina de Yale, en la que me pedía por favor que renunciara a mis derechos, porque estaban amenazando con cortarles la mitad del presupuesto al departamento. Así es que renuncié. Podría haber acudido a abogados y demás, pero todo eso cuesta dinero y yo no sabía si iba a poder recuperarlo. A decir verdad, por entonces yo no pensaba que el ECD fuera a ser una patente muy valiosa.


Y luego se convirtió en uno de los inventos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX.
Sí, pero… Por favor, no me gustaría que diera la imagen de que me siento frustrado o amargado por eso, por haber perdido la patente. No es algo que me haya preocupado. Mire, esto es el ECD (coge un objeto de su escritorio y me lo enseña: es un humilde objeto del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, unos cuantos hierros viejos clavados a una base de madera).


¿Y esto tan pequeño cambió el mundo?
Bueno, no tiene por qué ser grande. Y lo que me encanta es que lo fabriqué yo mismo. Fue muy divertido.


Sí, y para conseguir la fuente radiactiva que necesitaba raspó la pintura fluorescente del cuadro de mandos de un viejo avión militar.
Cierto. Y fíjese, hoy ya no podría hacer eso, porque las nuevas regulaciones verdes respecto al manejo de la radiactividad me lo impedirían. Es increíble, pero si los verdes hubieran sido verdaderamente poderosos en los años cincuenta, nunca hubiera podido inventar este aparato.


Luego colaboró con la NASA. Entre otras cosas, inventó un instrumento que luego formó parte de la ‘Viking’.
Sí, la pieza que aterrizó en Marte con la Viking era como ésta. (Vuelve a tomar algo de su escritorio y me lo enseña: es una birria metálica, una especie de muelle de lo más anodino, no más grande que una caja de cerillas). No resulta nada espectacular, pero le aseguro que los instrumentos que analizaban la atmósfera no hubieran funcionado sin ello.


Estando en la NASA se hizo amigo de otros científicos y ahí apareció Gaia, de golpe, como un relámpago, en el año 1965.
Sí, trabé conocimiento con los biólogos y un día me dijeron: “¿Por qué no vienes a una conferencia que tenemos sobre la detección de vida en Marte?”. Me pareció estupendo y acudí. Y resulta que los biólogos estaban desarrollando equipos de detección para la superficie de Marte como si fueran a buscar vida en el desierto de Nevada. Y yo no hacía más que decirles: “¿Pero cómo podéis pensar que la vida de Marte, si es que hay vida, va a crecer en el medio que le habéis preparado? La vida allí puede ser completamente distinta”. Entonces me dijeron: “¿Tú qué harías?”. “Bueno, yo intentaría buscar una reducción de la entropía”. Esto les hizo tragar saliva, porque dentro de la fraternidad biológica nadie parece tener una idea clara de lo que es la entropía. Eso me forzó a desarrollar un análisis atmosférico que marcara qué condiciones pueden llevar a la vida, y de ahí surgió Gaia.


Lo que usted les dijo es que el equilibrio químico de la atmósfera posee un índice muy alto de entropía, o lo que es lo mismo, de desorden. Y que cuando se encuentra una atmósfera con una entropía baja, en la que hay demasiado metano, o demasiado oxígeno, o cualquier otro ordenamiento químico anómalo, eso indica la presencia de vida. Porque es la vida la que altera el equilibrio químico y lo ordena. Esa idea de la vida como generadora de orden es muy bella.
Gracias. Verá, es que el jefe de allí se enfadó conmigo porque yo había llevado la contraria y exasperado a los biólogos, y me dijo: “Mira, hoy es miércoles. Ven el viernes a mi despacho con un sistema práctico de detección de vida a través de la atmósfera o atente a las consecuencias”. Aquello sonaba a una amenaza de despido, y la verdad es que cuando te someten a una presión tan grande es increíble lo deprisa que puedes pensar e inventar.
Y del miércoles al viernes nació Gaia.
Lo que pensé es que esos gases de la atmósfera reaccionan los unos con los otros muy rápidamente. Sin embargo, la atmósfera de la Tierra había permanecido estable durante mucho tiempo. Y me dije: “¿Qué es lo que hace que se mantenga esta estabilidad?”. Y lo único que podía mantener ese equilibrio era la vida.
Luego, con el tiempo, la teoría fue desarrollándose. Gaia no sólo mantendría la atmósfera estable, sino también la salinidad de los mares, el clima… El nombre de Gaia, que es el de la diosa griega de la Tierra, se lo dio su amigo el escritor y premio Nobel William Golding. Pero la comunidad científica parece haber odiado esa denominación desde el primer momento.
Bueno, no todos. A los científicos del clima les gustó el nombre y la idea desde el principio. El problema siempre ha sido con los biólogos. De alguna manera, los biólogos creen que la vida es su propiedad.


El rechazo, de todas maneras, fue tan clamoroso e insistente que han rebautizado la teoría… Ahora se llama Ciencia del Sistema de la Tierra.
Sí, es que todo era tan difícil en los años ochenta, y los biólogos eran tan ruidosamente anti-Gaia, que ni siquiera conseguías publicar un artículo en una revista científica si llevaba la palabra Gaia por algún lado. Y por fin un buen número de científicos sensatos de Estados Unidos solventaron el problema utilizando lo de Ciencia del Sistema de la Tierra, que es un término que nadie puede rechazar, pero que no tiene el impacto que Gaia tiene para el público. De hecho, el término Gaia está regresando.


Dice que era imposible publicar artículos que trataran de Gaia. Sé que pasó usted unos años durísimos. Durante mucho tiempo estuvo prácticamente solo, aparte de unos pocos apoyos, como el de la eminente bióloga Lynn Margulis. Pero no consiguió ni una sola subvención para sus trabajos y los científicos le dedicaron los insultos más feroces: decían que era usted un “completo imbécil”, un “místico chiflado”…
La década de los ochenta fue terrible en muchos sentidos, sí… Hubo también algunas cosas buenas, pero fue una época de mucho dolor y sufrimiento; también en el sentido literalmente físico. Con todo lo que me pasó por entonces, no sé cómo no caí en una depresión, la verdad. Pero es que deprimirme no es mi estilo.


También me admira que no se convirtiera en un amargado. Sabe, suele suceder que, cuando alguien cree estar en lo cierto y todo el mundo le contradice y desprecia durante años, esa persona se llena de frustración y de odio. En usted no veo nada de eso.
Bueno, eso creo que tiene que ver un poco con nuestra idiosincrasia de ingleses locos. Yo fui educado un poco para reprimir toda emoción, ya sabe, esa cosa inglesa tan típica. De manera que creo que para mí hubiera sido simplemente de mal gusto comportarme como si me importara el rechazo de los demás. Claro que las cosas han cambiado y las nuevas generaciones de ingleses ya no son así; ahora son mucho más parecidas al resto de Europa, pero en mis tiempos había un poco de eso, esa educación que hacía que te comportaras con una especie de distancia olímpica. Esto tiene sus cosas malas, pero también buenas, porque cuando te llega una época negativa estás mucho mejor equipado.


Mientras le discutían su teoría de Gaia, estaba usted inmerso en lo que llama “la guerra del ozono”, que fue toda la polémica que hubo en los años setenta entre los verdes y los químicos industriales.
Ay, sí. Ésa fue una batalla adyacente y también estuve en el sector equivocado. Se ve que es mi sino esto de estar en el sector erróneo.


Usted estuvo alineado con la industria. Pero dice en su autobiografía que se descubrió ahí, que no es que eligiera partido.
Pues sí, es que simplemente las cosas sucedieron así. Con el ECD, la gente empezó a descubrir restos de pesticidas por todas partes del mundo y empezaron a ponerse locos con eso. Pero es que el ECD es un aparato tan ultrasensible que yo le aseguro que si ahora cojo una muestra de su sangre o de la mía, podría sacar la huella de todos los pesticidas que se han usado en el planeta, porque están almacenados en nuestro cuerpo. Ahora bien, los niveles de estas sustancias son tan extraordinariamente pequeños que son totalmente inofensivos. Y lo que sucede es que los verdes no son nada sensatos y no saben distinguir entre la presencia de un pesticida y que esa sustancia alcance un nivel dañino. El médico medieval Paracelsus ya dijo que el veneno es la dosis, y tiene razón, pero los verdes no podían entender eso. Y el caso es que cuando descubrí los CFC en el océano, me dije: “Oh, Dios mío, ahora los verdes van a decir que nos estamos envenenando con este producto químico”, que provoca cáncer y todo eso, cuando en realidad se trataba de cantidades ínfimas. Y entonces en aquella guerra sostuve que el CFC no era dañino; y eso me colocó en el sector de los malos desde el principio.


Luego se descubrió que, en efecto, el daño que hacían los CFC era de otro tipo.
Claro, tiempo después se descubrió que el daño que hacían los CFC era en la estratosfera y a la capa de ozono, pero no en el aire y como riesgo biológico para la gente. En fin, fue una batalla muy áspera y amarga. Además de inútil. El verdadero problema es que la gente no se ha hecho cargo de la situación medioambiental, y entonces Gaia está haciéndose cargo de ella, por así decirlo. El deterioro ha ido demasiado lejos y ahora el sistema está moviéndose rápidamente hacia uno de esos momentos críticos. Vamos a vernos reducidos a quizá 500 millones de humanos, tan poco como eso, 500 millones de humanos viviendo allá arriba, en el Ártico. Y tendremos que empezar de nuevo.


Y si nos esforzamos en tomar medidas y abandonar todas esas prácticas que están alterando el ozono y provocando el cambio climático…
No serviría de nada. Hace 100 o 50 años hubiera sido posible hacer algo, pero a estas alturas ya no hay manera de detener el proceso. Yo creo que dentro de la ciencia del clima todo el mundo sabe que ya es demasiado tarde. Es como ir dentro de un bote y estar demasiado cerca de una catatara. Por mucho que remes, no podrás evitar la caída. Y ahora lo mismo: no se pueden parar las fuerzas naturales que mueven el planeta. A veces pienso que estamos igual que en 1939, cuando todo el mundo sabía que iba a empezar una guerra mundial, pero nadie se daba por enterado.


Si todo da igual, ¿qué importa usar energía nuclear o no?
Sí importa, y mucho, porque lo fundamental es conservar nuestra civilización, de la misma manera que la civilización romana se conservó en los monasterios durante la época oscura. Sin duda, vendrá una nueva época oscura, y los supervivientes necesitan una fuente de energía. Y, por ahora, la única fuente suficiente que puede proporcionar electricidad y alimentos y calor a los supervivientes en su retiro ártico es la energía nuclear, es lo único sensato.


Volvamos a su biografía. Tantos años luchando contra la incomprensión y, de repente, en la década de los noventa todo parece que se arregla. Empiezan a darle
doctorados ‘honoris causa’ y premios importantísimos como el Amsterdam, en 1991, y su teoría de un planeta que se autorregula es hoy prácticamente aceptada por todo el mundo, con o sin el polémico nombre de Gaia. Usted cita en su autobiografía una frase del psicólogo William James sobre el lento proceso de aceptación de una idea nueva: “Primero la gente dice: ‘Es algo absurdo’. Luego dicen: ‘A lo mejor tiene razón’. Y por último dicen: ‘Eso ya lo sabíamos todos desde hace mucho tiempo”.
Sí, sí, ha sido exactamente así. Es alucinante pasar por todo ese proceso dentro de una vida, de tu propia vida.


Una vida, además, que le ha sido muy difícil en muchos sentidos. Su primera mujer tenía esclerosis múltiple, enfermedad degenerativa de la que murió. Su cuarto hijo, John, nació con un problema cerebral; todavía vive con usted aquí, en la granja. En 1972 tuvo usted una primera angina de pecho y se pasó 10 años tan enfermo del corazón que para caminar cien metros tenía que tomarse trinitoglicerina. Y en 1982, por fin le operaron a corazón abierto y le hicieron un ‘bypass’, pero en el transcurso de esa intervención le dañaron la uretra, y a partir de entonces ha tenido que ser operado otras 40 veces. Hubo temporadas en las que pasaba por quirófano cada semana.
Sí, sí. Y todavía sigo con ese problema. Aunque ahora no es tan crítico.


Todo eso unido al rechazo de sus teorías y cuando ya estaba cerca de los setenta años. Es como para rendirse.
Pero yo tenía la sensación interna de que todavía iba a vivir bastante. Todos sabemos que vamos a morir en algún momento, pero creo que de alguna manera sabes dentro de ti si esa muerte está próxima o no… Yo ahora mismo sé que es muy improbable que me muera mañana, incluso con la edad que tengo. Y yo tenía esa sensación de vida incluso entonces, en el momento de mayor negrura. Y si tienes esa vitalidad, simplemente sigues adelante.


En 1988, con 69 años y en el momento de mayor negrura, como usted dice, se enamoró como un adolescente de Sandy. Desde luego, hace falta mucha vitalidad para enamorarse así.
Bueno, llevaba mucho tiempo carente de amor, digámoslo así. Porque yo estaba comprometido con mi primera mujer por su enfermedad, naturalmente no podía abandonarla así. Pero hacía tiempo que estaba carente.


Luego, junto con Sandy, llegaron casualmente todos los premios y los reconocimientos. Ha declarado usted que éstos son los años más dichosos de su vida. Es una especie de final feliz.
Pues sí, es verdad, exceptuando que ahora en el siglo XXI va a haber un enorme desastre ambiental.


Hablando de finales, me conmueve cómo termina ‘Homenaje a Gaia’, su preciosa autobiografía. Explica usted que es un hombre de ciencia, que es agnóstico y que no tiene fe. Y añade: “Es consolador pensar que formo parte de Gaia y saber que mi destino es fundirme con la química de nuestro planeta vivo”.
Creo que es buena manera de contemplar el final. A veces me pregunto por qué dejamos de adorar la Tierra, porque dependemos de ella en todos los sentidos. Creo que fue un gran error que el ser humano dejara de adorar la Tierra y empezara a adorar dioses remotos.


Además, como dice en su libro, Gaia es también una vieja dama. Ha vivido 4.000 millones de años y le quedan como mucho, dice usted, 1.000 millones más. De manera que, en términos humanos, Gaia viene a tener unos ochenta años, como usted.
¿No le parece hermosa esa idea de una diosa que también es mortal, que ha envejecido con nosotros y que, al igual que nosotros, acabará algún día?
ROSA MONTERO

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